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José María Ibáñez.

jueves, 22 de mayo de 2025

MASTRO TITTA: EL VERDUGO MÁS LEGENDARIO DE ROMA

 José María Ibáñez

Foto: romeguides.it



Mastro Titta era el apodo de Giovanni Battista Bugatti, el verdugo oficial de los Estados Pontificios entre 1796 y 1864. Su sobrenombre proviene de una deformación romana de maestro di giustizia (maestro de justicia). Durante su dilatada carrera, sesenta y ocho años, llevó a cabo quinientas catorce ejecuciones, utilizando métodos tan dispares como la decapitación con hacha, el ahorcamiento, el mazo, y, más tarde, la guillotina. Tuvo una vida bastante peculiar y a pesar de su sombría profesión como verdugo, llevaba una existencia, fuera de su trabajo, relativamente tranquila.   

Frecuentaba la iglesia de Santa María en Traspontina. Estaba casado, pero no tenía hijos. Cuando no cumplía con sus deberes oficiales, entre ejecución y ejecución, se distraía en la pequeña tienda que su mujer tenía junto a su casa, donde vendían paraguas pintados y todo tipo de recuerdos para los turistas.

Era de estatura más bien baja, corpulento, y siempre vestía elegantemente, lo que contrastaba con la imagen típica de un verdugo. Se sabe que vivía en el barrio del Borgo, un distrito histórico de Roma, situado cerca del Vaticano, famoso por sus calles estrechas, su arquitectura medieval y su conexión con la Basílica de San Pedro. En el pasado era el acceso principal a la Ciudad del Vaticano y estaba lleno de posadas, tiendas y residencias de peregrinos.

Era muy meticuloso y llevaba un diario personal donde registraba los nombres de los ejecutados, sus crímenes y las fechas de las ejecuciones.

Su figura se convirtió en una leyenda en Roma. Cuando cruzaba el Puente Sant’Angelo con su túnica roja, la gente sabía que habría una ejecución, lo que dio origen a la expresión "Mastro Titta pasa ponte", equivalente a "van a rodar cabezas".

Una de sus ejecuciones, llevada a cabo el 8 de mayo de 1845, fue descrita por el escritor inglés Charles Dickens en su obra “Estampas de Italia”, publicada en 1846. Un libro de historias cotidianas de los pueblos y gentes de Italia en el que se incluye, y describe, una ejecución a la que asistió en Roma y cuyo verdugo no era otro que el Mastro Titta. Así nos lo cuenta:

 “Un domingo por la mañana (el 8 de mayo) decapitaron aquí a un hombre. Había atacado nueve o diez meses antes a una condesa bávara que peregrinaba a Roma […] le robó cuanto llevaba y la mató a palos con su propio cayado de peregrina. El hombre se había casado hacía poco y regaló algunos vestidos de la víctima a su esposa, diciéndole que se los había comprado en una feria. Pero la mujer había visto pasar por el pueblo a la condesa peregrina y reconoció algunas prendas. El marido le explicó entonces lo que había hecho. Ella se lo contó a un sacerdote en confesión, y cuatro días después del asesinato apresaron al hombre”.

“No hay fechas fijas para la administración de la justicia ni para su ejecución en este país incomprensible; y el hombre había permanecido en la cárcel desde entonces. […] La decapitación estaba fijada para las nueve menos cuarto de la mañana. Me acompañaron dos amigos. Y como sólo sabíamos que acudiría muchísima gente, llegamos a las siete y media. […] Era un objeto tosco [el patíbulo], sin pintar, de aspecto desvencijado y unos diez palmos de altura, en el que se alzaba un armazón en forma de horca, con la cuchilla (una masa impresionante de hierro, dispuesta para caer), que resplandecía al sol matinal cuando este asomaba de vez en cuando tras una nube”.

“Dieron las nueve y las diez y no pasó nada. […] Dieron las once y todo seguía igual. Recorrió la multitud el rumor de que el reo no se confesaría; en cuyo caso, los sacerdotes le retendrían hasta la hora del avemaría (el atardecer); pues tienen la misericordiosa costumbre de no apartar hasta entonces el crucifijo de un hombre en semejante trance, como el que se niega a confesarse y, por lo tanto, es un pecador abandonado del Salvador. La gente empezó a retirarse poco a poco. Los oficiales se encogían de hombros y se mostraban dubitativos. […] Se oyó de pronto ruido de trompetas. Los soldados de a pie se pusieron firmes, desfilaron hacia el patíbulo y lo rodearon en formación. La guillotina se convirtió en el centro de un bosque de puntas de bayonetas y de sables brillantes. La gente se acercó más, por el flanco de los soldados. Un largo río de hombres y muchachos que habían acompañado al cortejo desde la prisión desembocó en el claro.

“Tras una breve demora, vimos a unos monjes que se encaminaban hacia el patíbulo desde la iglesia; y por encima de sus cabezas, avanzando con triste parsimonia, la imagen de un Cristo crucificado bajo un doselete negro. Lo llevaron hasta el pie del patíbulo, a la parte delantera, y lo colocaron allí mirando al reo, que pudo verlo al final. No estaba en su sitio cuando él apareció en la plataforma descalzo, con las manos atadas y el cuello y el escote de la camisa cortados casi hasta los hombros. Era un individuo joven (veintiséis años), vigoroso y bien plantado. De cara pálida, bigotillo oscuro y cabello castaño oscuro. Al parecer se había negado a confesarse si no iba a verle su mujer, y habían tenido que mandar una escolta a buscarla; esa era la razón de la demora.

“Se arrodilló enseguida debajo de la cuchilla. Colocó el cuello en el agujero hecho en un travesaño para tal fin y lo cerraron también por arriba con otro, igual que una picota. Justo debajo de él había una bolsa de cuero, a la que cayó inmediatamente su cabeza. El verdugo la agarró por el pelo, la alzó y dio una vuelta al patíbulo mostrándosela a la gente, casi antes de que uno se diera cuenta de que la cuchilla había caído pesadamente con un sonido vibrante. Cuando ya había pasado por los cuatro lados del patíbulo, la colocó en un palo delante: un trozo pequeño de blanco y negro para que la larga calle lo viera y las moscas se posaran en él. Tenía los ojos hacia arriba, como si hubiera evitado la visión de la bolsa de cuero y mirado hacia el crucifijo. Todos los signos vitales habían desaparecido de ella. Estaba apagada, fría, lívida y pálida. Y lo mismo el cuerpo.

“Había muchísima sangre. Dejamos la ventana y nos acercamos al patíbulo, estaba muy sucio; uno de los dos hombres que echaba agua en el mismo se volvió a ayudar al otro a alzar el cuerpo y meterlo en una caja, y caminaba como si lo hiciera por el fango. Resultaba extraña la aparente desaparición del cuello. La cuchilla había cercenado la cabeza con tal precisión que parecía un milagro que no le hubiera cortado la barbilla o rebanado las orejas; y tampoco se veía en el cuerpo, que parecía cortado a ras de los hombros.

“Nadie se preocupaba ni se mostraba afectado en absoluto. No vi ninguna manifestación de dolor, compasión, indignación o pesar. Me tantearon los bolsillos vacíos varias veces cuando estábamos entre la multitud delante del patíbulo mientras colocaban el cadáver en su ataúd. Era un espectáculo desagradable, sucio, descuidado y nauseabundo; no significaba nada más que carnicería aparte del interés momentáneo para el único desdichado actor. ¡Sí! Un espectáculo así tiene un significado y es una advertencia. […] El verdugo, que no se atrevía, por su vida, a cruzar el puente de Sant’Angelo más que para cumplir su cometido, se retiró a su guarida, y el espectáculo acabó”.

Giovanni Battista Bugatti, se retiró de sus quehaceres de verdugo, por orden del Papa Pío IX a los ochenta y cinco años, con una pensión mensual de treinta escudos.

La túnica roja y los instrumentos que utilizaba en sus ejecuciones, incluida una guillotina de hoja recta, se exhiben en el Museo Criminológico de Roma, un lugar fascinante que explora la historia del crimen y la justicia. Está situado en el Palazzo Gonfalone, una antigua prisión de menores. Fue fundado en 1931 y originalmente estaba ubicado en las Carceri Nuove, una prisión construida por orden del Papa Inocencio X en el siglo XVII. En 1965, se trasladó a su ubicación actual.

 

FUENTES CONSULTADAS:

*www.antrophistoria.com

*es.wikipedia.org

*historiasdelahistoria.com

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