José María Ibáñez
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Foto: romeguides.it |
Mastro Titta era el apodo de Giovanni Battista Bugatti, el verdugo oficial de los Estados Pontificios entre 1796 y 1864. Su sobrenombre proviene de una deformación romana de maestro di giustizia (maestro de justicia). Durante su dilatada carrera, sesenta y ocho años, llevó a cabo quinientas catorce ejecuciones, utilizando métodos tan dispares como la decapitación con hacha, el ahorcamiento, el mazo, y, más tarde, la guillotina. Tuvo una vida bastante peculiar y a pesar de su sombría profesión como verdugo, llevaba una existencia, fuera de su trabajo, relativamente tranquila.
Frecuentaba la iglesia de Santa María en Traspontina. Estaba
casado, pero no tenía hijos. Cuando no cumplía con sus deberes oficiales, entre
ejecución y ejecución, se distraía en la pequeña tienda que su mujer tenía
junto a su casa, donde vendían paraguas pintados y todo tipo de recuerdos para
los turistas.
Era de estatura más bien baja, corpulento, y siempre vestía
elegantemente, lo que contrastaba con la imagen típica de un verdugo. Se sabe
que vivía en el barrio del Borgo, un distrito histórico de Roma, situado cerca
del Vaticano, famoso por sus calles estrechas, su arquitectura medieval y su
conexión con la Basílica de San Pedro. En el pasado era el acceso principal a
la Ciudad del Vaticano y estaba lleno de posadas, tiendas y residencias de
peregrinos.
Era muy meticuloso y llevaba un diario personal donde
registraba los nombres de los ejecutados, sus crímenes y las fechas de las
ejecuciones.
Su figura se convirtió en una leyenda en Roma. Cuando cruzaba
el Puente Sant’Angelo con su túnica roja, la gente sabía que habría una
ejecución, lo que dio origen a la expresión "Mastro Titta pasa
ponte", equivalente a "van a rodar cabezas".
Una de sus ejecuciones, llevada a cabo el 8 de mayo de 1845, fue descrita por el escritor inglés Charles Dickens en su obra “Estampas de Italia”, publicada en 1846. Un libro de historias cotidianas de los pueblos y gentes de Italia en el que se incluye, y describe, una ejecución a la que asistió en Roma y cuyo verdugo no era otro que el Mastro Titta. Así nos lo cuenta:
“Un domingo por la
mañana (el 8 de mayo) decapitaron aquí a un hombre. Había atacado nueve o diez
meses antes a una condesa bávara que peregrinaba a Roma […] le robó cuanto
llevaba y la mató a palos con su propio cayado de peregrina. El hombre se había
casado hacía poco y regaló algunos vestidos de la víctima a su esposa,
diciéndole que se los había comprado en una feria. Pero la mujer había visto
pasar por el pueblo a la condesa peregrina y reconoció algunas prendas. El
marido le explicó entonces lo que había hecho. Ella se lo contó a un sacerdote
en confesión, y cuatro días después del asesinato apresaron al hombre”.
“No hay fechas fijas para la administración de la justicia ni
para su ejecución en este país incomprensible; y el hombre había permanecido en
la cárcel desde entonces. […] La decapitación estaba fijada para las nueve
menos cuarto de la mañana. Me acompañaron dos amigos. Y como sólo sabíamos que
acudiría muchísima gente, llegamos a las siete y media. […] Era un objeto tosco
[el patíbulo], sin pintar, de aspecto desvencijado y unos diez palmos de
altura, en el que se alzaba un armazón en forma de horca, con la cuchilla (una
masa impresionante de hierro, dispuesta para caer), que resplandecía al sol
matinal cuando este asomaba de vez en cuando tras una nube”.
“Dieron las nueve y las diez y no pasó nada. […] Dieron las
once y todo seguía igual. Recorrió la multitud el rumor de que el reo no se
confesaría; en cuyo caso, los sacerdotes le retendrían hasta la hora del
avemaría (el atardecer); pues tienen la misericordiosa costumbre de no apartar
hasta entonces el crucifijo de un hombre en semejante trance, como el que se
niega a confesarse y, por lo tanto, es un pecador abandonado del Salvador. La
gente empezó a retirarse poco a poco. Los oficiales se encogían de hombros y se
mostraban dubitativos. […] Se oyó de pronto ruido de trompetas. Los soldados de
a pie se pusieron firmes, desfilaron hacia el patíbulo y lo rodearon en
formación. La guillotina se convirtió en el centro de un bosque de puntas de
bayonetas y de sables brillantes. La gente se acercó más, por el flanco de los
soldados. Un largo río de hombres y muchachos que habían acompañado al cortejo
desde la prisión desembocó en el claro.
“Tras una breve demora, vimos a unos monjes que se
encaminaban hacia el patíbulo desde la iglesia; y por encima de sus cabezas,
avanzando con triste parsimonia, la imagen de un Cristo crucificado bajo un
doselete negro. Lo llevaron hasta el pie del patíbulo, a la parte delantera, y
lo colocaron allí mirando al reo, que pudo verlo al final. No estaba en su
sitio cuando él apareció en la plataforma descalzo, con las manos atadas y el
cuello y el escote de la camisa cortados casi hasta los hombros. Era un
individuo joven (veintiséis años), vigoroso y bien plantado. De cara pálida,
bigotillo oscuro y cabello castaño oscuro. Al parecer se había negado a
confesarse si no iba a verle su mujer, y habían tenido que mandar una escolta a
buscarla; esa era la razón de la demora.
“Se arrodilló enseguida debajo de la cuchilla. Colocó el
cuello en el agujero hecho en un travesaño para tal fin y lo cerraron también
por arriba con otro, igual que una picota. Justo debajo de él había una bolsa
de cuero, a la que cayó inmediatamente su cabeza. El verdugo la agarró por el
pelo, la alzó y dio una vuelta al patíbulo mostrándosela a la gente, casi antes
de que uno se diera cuenta de que la cuchilla había caído pesadamente con un
sonido vibrante. Cuando ya había pasado por los cuatro lados del patíbulo, la
colocó en un palo delante: un trozo pequeño de blanco y negro para que la larga
calle lo viera y las moscas se posaran en él. Tenía los ojos hacia arriba, como
si hubiera evitado la visión de la bolsa de cuero y mirado hacia el crucifijo.
Todos los signos vitales habían desaparecido de ella. Estaba apagada, fría,
lívida y pálida. Y lo mismo el cuerpo.
“Había muchísima sangre. Dejamos la ventana y nos acercamos
al patíbulo, estaba muy sucio; uno de los dos hombres que echaba agua en el
mismo se volvió a ayudar al otro a alzar el cuerpo y meterlo en una caja, y
caminaba como si lo hiciera por el fango. Resultaba extraña la aparente
desaparición del cuello. La cuchilla había cercenado la cabeza con tal
precisión que parecía un milagro que no le hubiera cortado la barbilla o
rebanado las orejas; y tampoco se veía en el cuerpo, que parecía cortado a ras
de los hombros.
“Nadie se preocupaba ni se mostraba afectado en absoluto. No
vi ninguna manifestación de dolor, compasión, indignación o pesar. Me tantearon
los bolsillos vacíos varias veces cuando estábamos entre la multitud delante
del patíbulo mientras colocaban el cadáver en su ataúd. Era un espectáculo desagradable,
sucio, descuidado y nauseabundo; no significaba nada más que carnicería aparte
del interés momentáneo para el único desdichado actor. ¡Sí! Un espectáculo así
tiene un significado y es una advertencia. […] El verdugo, que no se atrevía,
por su vida, a cruzar el puente de Sant’Angelo más que para cumplir su
cometido, se retiró a su guarida, y el espectáculo acabó”.
Giovanni Battista Bugatti, se retiró de sus quehaceres de verdugo, por orden del Papa Pío IX a los ochenta y cinco años, con una pensión mensual de treinta escudos.
La túnica roja y los instrumentos que utilizaba en sus ejecuciones, incluida una guillotina de hoja recta, se exhiben en el Museo Criminológico de
Roma, un lugar fascinante que explora la historia del crimen y la justicia.
Está situado en el Palazzo Gonfalone, una antigua prisión de menores. Fue fundado
en 1931 y originalmente estaba ubicado en las Carceri Nuove, una prisión construida
por orden del Papa Inocencio X en el siglo XVII. En 1965, se trasladó a su ubicación
actual.
FUENTES CONSULTADAS:
*www.antrophistoria.com
*es.wikipedia.org
*historiasdelahistoria.com
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